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14 de marzo de 2013

Barro de fuego

¿Es el hombre pálpito y frontera, límite y resplandor, lámpara y ceguera, solitario campesino que cultiva sueños celosamente?

¿Qué es el hombre? Me pregunto desde mis huesos, desde un margen que balbucea porque ya se reconoce fuera del centro, pues, el centro no existe pero hay nostalgia de amparo, de morada. Acaso, la nostalgia insiste en hacer real el centro precisamente por su imposible lugar. Lo que no existe se hace real en el deseo, en la nostalgia de algo que falta lo hacemos presente. Un poema, por ejemplo, tal vez nunca reemplace un árbol pero sí puede reemplazar su ausencia. Desde las ausencias, desde la soledad, emerge el canto, el poema, no para reemplazar lo que falta sino para consolar la sensación de vacío. Para algunos, este juego frente a la ausencia, este rayar el vacío, es inventar un paisaje donde morar, donde sentirse como en casa, como en un patio sereno donde el ser puede sosegarse. No es preciso responderse a uno mismo con simples juegos o lúdicas del lenguaje, la sensualidad humana y su sensación espiritual es mucho más amplia siempre, es decir, más allá de la dialéctica de todos los modos de respuestas que han emergido en cada momento histórico (y no histórico) de la humanidad hay algo que parece no estar completo. Existe un ser que, identificado desde la voz de Rojas Herazo, no ha logrado arribar el límite de lo perdido.

No se debe reducir al hombre a la condición de nómada que extraña su morada, pues, del extravío se puede hacer un hogar. Es decir, en Rojas Herazo, el hombre en su soledad puede cantar, puede reconocer sagrados sus pasos, su carne, su olfato, su llaga, sus nostalgias. El hombre puede tener un recuerdo de que alguna vez fue un animal de alas, un animal celestial. El hombre no es solo aquel animal que se siente abandonado, sino un animal sagrado que debe hacer memoria de sí mismo, debe sacudir el polvo del olvido y mirarse el cuerpo, reconocerse, más allá de la nostalgia.

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