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7 de marzo de 2011

Fronteras en la ciudad

Habían dos entre toda la gente que se suponían imposibles antes del relato. Ellos sólo son verídicos en las próximas imágenes. La noche, los edificios, la furia y la vida fueron el escenario de lo insólito. Ellos, siendo dos, o siendo todos, tantos, se tenían que reconocer. La brisa no era pura, ni musical. Los hombres estaban olvidados en sus maletas y sus relojes, camino a casa. De los dos, el uno incierto entre la muchedumbre andando; la otra, tan otra del uno, en su esquina, en la entrada del almacén. En cualquier momento, con lenta fugacidad, un intervalo romperá la quietud de sus almas.
Los dos, inefables humanos entre las masas, apuntados en su pobre privacidad, serán atraídos hacia un centro no terrestre, hacia el encuentro de las miradas. Ella, otra, ya no en sí misma, hecha más piel y gesto exterior, se desarma desde los cabellos y se inicia en la ternura de llamar al otro con mirada de fascinación. El otro, innegable humano, de vuelta del olvido, siente más allá de su especie, de su angustia cotidiana. Se vierte la fantasía y la complicidad de ser Ella para Él y viceversa, de mirarse juntos, libres y esclavos de otra culpa, perdidos en extrañas ceremonias que a las gentes, siempre gentes, no salvan.
Este frenesí, casi no dicho, casi no hecho, es vértigo y también cobardía de dos latidos tropezando sus vidas, elegidos por el milagro de despertarse aún con el anhelo vivo de estar próximos, de pasar cerca Ella y Él sin receso con todos los números del calendario, sólo para mirarse con esa expectación de lo no cumplido, amando el zumo impenetrable del uno, de la otra, juntos.

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