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28 de marzo de 2011

Monólogo de un Yo escribidor.

Con éste ya son 224 los monólogos. No para de escribir, escribirse, averiguarse entre línea y línea. Detenido en la ventana, sintiendo la insoportable y familiar situación íntima de estar consigo mismo y que todo esto, a medida que la vida sigue, no le permite resolver nada en él mismo. Piensa en su relación con las palabras, en una extraña vivencia orgánica con las palabras, en su imposible relato, en no saber decirse para comunicar su desposeimiento. Recuerda a Neruda, o más que a Neruda, recuerda aquellas palabras del poeta que se cansa de ser un hombre. Lleva todo el peso de la vida, del error y el fracaso, de la fortuna y la incertidumbre. 
Escribe desde sí mismo, acaso para saber qué es lo que no tiene, para conocer un pedazo de aquello que le falta. Hay ausencias que apenas soñamos pero que nunca, nunca sabemos por qué son ausencias, o mejor, qué nombre tendrán esas ausencias. ¿Todo esto se trata de cargar el grito de la especie y hacerlo comprensible a los dioses? ¿Se tratará de consolar a los otros y a él mismo con palabras, símbolos, mármol, piedras y juegos mortales? 


Este hombre, tan lleno de soliloquios, está desamparado y es, extrañamente, su voluntad. Él no ha elegido el camino, sólo hace las cosas que le corresponden, y nunca sabe en qué momento se aferró a un destino que siempre siente ajeno. El escritor no se siente escritor, por lo menos el más sensato entre tantos, se siente otro, involucrado inconscientemente en la labor. Aparentemente está al margen de la especie, pero la puede sentir desde su lejanía y ofrecer la mejor metáfora para el dolor o para el asombro. Tal vez la herida del escritor es secretamente la angustia central de todos los animales humanos.

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