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6 de diciembre de 2010

196.

Qué profunda es la herida propia, sólo conocemos nuestro íntimo fallecimiento. Nadie puede asistir a los dolores del prójimo, ni siquiera está dispuesto a entender la carencia del otro. El ser humano es animal testarudo y desamparado, no reconocería sus fronteras con tal de poseer la totalidad de su deseo. Nada se ha de entregar a las manos del hombre, todo es devenir, cosa que se desvanece. El júbilo no es absoluto. Todo ser que sólo busca calmar su orilla sedienta, que sólo ansía el camino luminoso, se pierde en su necedad y no descubre el aprendizaje en la pérdida. Quien se afana en vivir conforme a su gozo, a su propio júbilo, enceguece pronto ante cualquier luz. Sea prestigioso el hombre que aprenda a vivir el inevitable fracaso, la justa templanza le será fundamento de supervivencia para entender su propia carencia; entenderá que cualquier luz no será la única. Quien lee la gracia aún en las sombras, quien respira a pesar de la beligerancia de los hombres, se sostiene y sobrevive a los vacíos del mundo. Incluso en la llaga, en el padecimiento humano, nos es dado entender una posibilidad, un mensaje puro y natural: somos interrogante e ilusión. Somos dulce espejismo que sueña abundantes conquistas irrealizables.
El hombre tiene grito, condena y huesos. En su rito, mira lejanías y cultiva el vino, raya su vacío para hallar lo sagrado, su deseo de pureza, su mentira embriagante. Sobre y bajo la palabra se sitúa el individuo haciendo incesante movimiento hacia su luz, hacia lo apacible. Pero, nunca basta ser cuerpo y sueño. Quien no logra la mirada lumínica en las tinieblas, calcinará sus sentidos en el esplendor.

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